Mi bandera
Juan de Dios Peza
Bandera que adoraron mis mayores y que aprendí a adorar cuando era niño, tú formas el amor de mis amores; no hay un cariño igual a tu cariño. Me llenan de entusiasmo tus colores Aún más inmaculados que el armiño, y al verte tremolar libre y entera, te adoro como a un dios, ¡oh mi bandera! Símbolo de la tierra en que he nacido emblema del honor y de la gloria, quien muere por haberte defendido vida inmortal alcanza en nuestra Historia. Las legiones que libre te han seguido viven de nuestro pueblo en la memoria, un templo encontrará en cada pecho, ¡Oh, emblema de honor y de derecho! ¡Con qué orgullo filial siempre te mira quien a tu sombra suspendió su cuna! ¡Con qué dolor el corazón suspira cuando de ti lo aleja la fortuna! Tu ausencia amarga, tu presencia inspira: no hay comparable a ti joya ninguna; y si te ofende el poderoso, el fuerte, por defender tu honor, nada es la muerte. Yo juro por mis horas más serenas, por los amantes padres que yo adoro, dar gustoso la sangre de mis venas por defender tu nombre y tu decoro; Juro luchar con tigres o con hienas que mancillar pretendan tu tesoro, y morir a tu sombra, ¡oh, santa égida!, y amante bendecirte al dar la vida. Flota libre y feliz, ¡bandera santa! Tú nos das los mayores regocijos, y siempre que una mano te levanta los anhelos del pueblo en ti están fijos; Y antes que hollarte la extranjera planta, morirán junto a ti todos tus hijos: ¡Que mientras haya patria y haya gloria, sin mancha flotarás sobre la Historia!
La campana de Dolores
José López Portillo y Rojas
I El campanario invisible De la fantástica iglesia Que en el seno de la sombra oculta su mole negra, Lanzo a vuelo su campana Madrugadora y parlera, Haciendo vibrar los ecos Atónitos de la aldea. Aun cintilaban arriba Como joyas las estrellas, Y también la ''vía láctea" Que es incienso de la esfera. Aun no surgía en el éter E] alba de luces trémulas, Y el gallo apenas había Gritado su ronco alerta… Pero vibró de improviso En la atmósfera serena, El clamor de la campana Y el pueblo al punto despierta. Los vecinos de Dolores Que al dulce sueño se entregan, Al oír aquel clamor, Peligros temen y crean. Mas también el bronce amigo Les habla tan dulce lengua Que su corazón con él Late a compás y voltea. Era el que al nacer, al niño Daba alegre enhorabuena, Y el que al morir, por el hombre Alzaba plegaria austera; El que la tromba ahuyentaba Al rebramar la tormenta, el que el "Ángelus" unía De la tarde a la tristeza: El que a la vida del pueblo Daba dirección y regla. Marcando todos sus pasos Desde la cuna a la huesa… Cuando voz amiga llama, El alma tras ella vuela: Por eso al tañido santo Responde toda la aldea. Así al rebaño disperso La esquila agreste congrega, Así argentino repique Vuelve al panal las abejas, Y allá van los campesinos Presurosos a la iglesia, Diciendo al correr, al bronce “¡Vamos, ya vamos, espera!" II A la nave casi obscura Del curato de la aldea. Silenciosa muchedumbre Sin cesar acude y llega; Y ocupa el vasto recinto, A los rincones penetra, Y sube hasta el presbiterio Como ascendente marea: No hay otra luz en la sombra Mas que la de santas velas Que sobre el altar mayor Ardiendo chisporrotean. Lo temprano de la hora, La santidad de la iglesia, Lo desusado del caso Y la obscuridad intensa, Dan un tinte misterioso A tan insólita escena, Diluyendo en el ambiente Expectaciones secretas. Al fin aparece el cura, Después de no larga espera, Ostentando las insignias que siempre que oficia, lleva. Es un viejo no muy viejo, De faz varonil y abierta, V cráneo desnudo, en parte Cubierto de albas guedejas: De frente espaciosa y blanca, Cuna de altivas ideas, A la cual sublime ensueño Forma brillante diadema: De ojos, dulces y tranquilos Cual agua limpia y serena. Que lejanos horizontes Desde el ideal otean. Y subiendo al ara santa Que los creyentes veneran, Con unción el Sacrificio De la Redención renueva. Y cuando su blanca mano El hostia alzada presenta Para que todos la adoren. Para que todos la vean. Ardiendo en amor profundo La gente sencilla y buena. Hasta Dios eleva el alma Y el suelo contrito besa. En la obscuridad, la hostia Resplandece como estrella, Y es tan blanca, que parece Dotada de refulgencia. Como el astro que a los Magos Salidos de ignotas tierras, Y a los humildes pastores Llevó al portal de Judea; Cual la que brilla apacible Por cima de mar revuelta, Y al navegante perdido A puerto seguro lleva. A la bendición, el cura Desde el altar, la faz vuelta Hacia el pueblo, conmovido, Hablóle de esta manera: ''Pueblo, ya oraste contrito, Y tu alma cual puro incienso Escalando el cielo inmenso Asciende hasta el infinito. Has adorado de hinojos Con religioso fervor, El Sacrificio de Amor Que renové ante tus ojos. Dios por su inmensa bondad Siendo el Invencible, el Fuerte, Se allanó a sufrir la muerte Por darte la libertad. Y con sangre de sus venas Que vertió en la santa cumbre, Te arrancó a la servidumbre Y destrozó tus cadenas. Desde el glorioso momento En que fuiste rescatado, Eres libre, pueblo amado, Como las aves y el viento. Y satisfecho y feliz Poniendo en alto el anhelo, Sólo ante el Señor del cielo Debes doblar la cerviz. ¿Por qué entonces, al través De mis lágrimas ansiosas, Miro en tus manos, esposas, ¿Y cadenas en tus pies? ¿Por qué descubro al destello De nuestro sol refulgente, La vergüenza de tu frente ¿Y la argolla de tu cuello? En inolvidables horas De labor y de cariño. Abrí tu alma de niño A las artes redentoras. Así anhelé de tu cruz Aliviar el triste peso, Haciéndote erguir al beso Inefable de la luz. Mas no quieren tus verdugos Que tus yergas. Con reproche Ven la luz, porque en la noche Se forjan y atan los yugos. Y con recelo demente Burlando tu aliento bravo. Con marca de vil esclavo Siguen quemando tu frente. ¡Alza, pueblo! no toleres El baldón, sumiso y quieto; Solo callan tras el reto Las infelices mujeres. "¡Alza! en la dura aflicción El alma viril y fuerte, Prefiere lucha con muerte A vida con abyección. De Dios y la humanidad ¡Tu alma encendí en el ardor! ¡Hoy te predico el amor De la santa libertad! ¡Tus hijos trueca en soldados, Tu sumisión en venganza, Y vuelve puntas de lanza El hierro de tus arados! Aunque la vida abracé Que del combate me ahuyenta. A la batalla sangrienta Contigo también iré. Débil contingente soy Para la lucha temida: ¡No tengo más que la vida, Pero toda te la doy! En mi mano fatigada Verás brillar el acero: ¡Oh pueblo! seré el primero En la gloriosa jornada. Que tu acento airado vibre Gritando a la faz del sol: ¡Muera el poder español! ¡Viva la América libre!” III Como en cielo de zafiro Que espejo limpio semeja, Surgen a la voz del noto En tropel las nubes negras, Y el espacio se obscurece, El firmamento retiembla Y en el seno del abismo Vibran las rojas centellas: Así del altivo cura La corta y viril arenga Tornó campo de batalla En un momento la aldea. A dar principio a la lucha El vecindario se apresta, Sintiendo en el pecho alzarse De patria el ansia suprema; Y quién requiere el caballo, Quién la olvidada escopeta, Quién la enmohecida lanza, Quién la espada roma y vieja; Y quién, falto de recurso, Del azada mano echa. O bien la bíblica honda Coge de nuevo y la piedra. Y así la turba insurgente De hombres y niños, revuelta Cual mar encrespada, al cura Inerme y sublime cerca; Y el párroco, improvisado General, a su cabeza, Sale del pueblo vestido Por esplendor de epopeya. Y aquella hueste confusa. Cual onda que el mar avienta, Y que a cada paso crece. Y a cada instante se eleva, Llega a pueblo comarcano Arrolladora y soberbia; Y allí, de la Santa Virgen Con osada reverencia, Coge un retablo del templo, Y lo convierte en bandera... Es copia de aquella imagen Que en el Tepeyac se ostenta, Y en cuyas benditas aras Siempre se ven rosas frescas; De la que fue en la conquista Intercesión y clemencia, Sonrisa en la servidumbre Y en la noche alba risueña. Con ella como guion Suspendida a lanza enhiesta, Aquella hueste confusa Que darse una patria intenta, Ni habrá peligro que esquive Ni hazaña que no acometa. Ella la guiará al combate, Y en la lid sañuda y recia. Le dará tumba gloriosa O palma triunfal y eterna. Y allá va la ruda hueste, Ola humana, tromba inmensa, Que inunda campos y villas, De la llanura a la sierra; Y batiendo como ariete Viejos muros, torres pétreas, Ora en marea montante O bien en baja marea, Llega al través de los años Indómita y altanera, Hasta el trono virreinal Que al fin bate, mina y vuelca. Y al bajar la marejada Dejando libre la tierra Quedó en pie sobre el nopal Triunfante el águila azteca. IV ¡Oh, campana de Dolores, Bronce de sagrada lengua, Que en doble noche de sombras Anunciaste una alba excelsa! Tú hiciste saber al mundo, Al son de rotas cadenas, La salida victoriosa Del sol de la libre América; Tú hiciste en solo un instante Una falange guerrera, De una raza sin anhelos Tres siglos dormida y sierva; La cual escribió en la historia Con legendarias proezas, A la Libertad sublime Inolvidable poema. ¡Si el fiero destino un día Nos pone otra vez a prueba. Y la patria que evocaste Combatida bambolea, Tu voz vibrante y gloriosa Como antaño, lanza y suelta, Para que surjan de nuevo Los héroes a la pelea!
La prisión del héroe
Rafael del Castillo
El viajero que visite la capital de Chihuahua, podrá ver tras el palacio de los Poderes, la estancia que fue la prisión del héroe libertador de la patria. Allí, de una torrecilla antiquísima y truncada, se alzan los muros que fueron opresores de aquella alma, que trató de desligarnos de la corona de España. Una tarde, cual solía recorrer calles y plazas, al enfrentar a esa torre, llamó mi atención la placa que en inscripción clara indica de nuestra historia esa página; y al punto, en aquel recinto penetré, como quien trata de investigar algo nuevo para conmover el alma. Tras una escalera estrecha que en espiral se levanta entre vaga claridades, llegué por fin a la estancia que mide unos cuantos metros, por negros muros cerrada. Una exigua ventanilla permite ver a distancia, las colinas que limitan de aquel valle la explanada. Era la hora del crepúsculo: hora en que la luz se escapa lentamente, cual si huyera de la oscuridad que avanza; y en aquella hora, de pie frente a la estrecha ventana quedéme absorto, abismado, sin saber lo que pensaba; que en confusión discurría sobre aquella cruel etapa de nuestra historia de luchas que tan honda huella marcan. Pensé que en el mismo sitio que del momento ocupaba, el buen Cura de Dolores deleitaría su alma, contemplando ese horizonte que a mi vista se espaciaba, anhelando su albedrío, la libertad tan preciada. Y así pasé, no sé cuánto tiempo frente a la ventana; mas al cabo densa sombra esfumó aquel panorama, que aún lo contempla mi mente cuando el recuerdo le asalta. Descendí aquellos peldaños meditando que mi planta hollando, tal vez, iría los mismos sitios que hollara el pie del heroico anciano cuando al suplicio marchaba, y sentí de honda tristeza los estragos en el alma.
Un sacerdote patriota
E. Amador.
Escuchemos lo que dice La muy expresiva carta, que en mil ochocientos once y el mes de Marzo fechada, escribió desde Revilla un patriota cura de almas al caudillo que a las tropas insurgentes comandaba. "Señor don Ignacio Allende: Mi corazón triste se halla al saber que usted se encuentra en el Saltillo, en compaña con el señor Cura Hidalgo y sus demás camaradas, huyendo del cruel Calleja, que los persigue con saña. Quiera Dios que sea mentira esta especie tan infausta; y entre tanto va mi hermano, el conductor de esta carta, a saber lo que hay de nuevo con respecto a nuestra causa; "y si esta desgracia es cierta, mi corazón no desmaya," pues me pondré sin demora listo para la campaña. a las órdenes de usted "con mi caudal y mis armas, que son: "una carabina" magnífica, americana, "una escopeta excelente,'' "una pistola'' de marca, "un gran fusil" de calibre para regulares balas; de pólvora cinco libras y de plomo cuatro planchas; "trescientos pesos" que tengo y es la única ganancia de una escuelita de niños en que yo mismo enseñaba, y también de la limosna que me dan las misas diarias; "doscientos pesos en libros y a medio hacer una casa.” Todo esto daré con gusto, y casi lo estimo en nada. por la santa Religión Y por mi adorada Patria, que durante tres centurias ha vivido esclavizada, hasta que usted en Dolores y otros hombres de gran talla se alzaron animosos, procurando libertarla. Y siguiendo yo esta senda, con mis humildes proclamas y el auxilio de mi hermano en toda esta gran comarca, he procurado ayudar a nuestra bandera santa en el nuevo Santander y en la provincia inmediata del nuevo Reino de León, no menos que en la asonada que allá en Béxar estalló hace muy pocas semanas. "Señor: no hay que desmayar, la cosa no está tan mala, pues todas estas provincias están algo insurgentadas, y hasta los indios lipanes por la independencia claman. "En fin, mi citado hermano dará nota detallada de cómo en estas regiones las cosas públicas andan, y de cómo yo introduje en villa de Mier, con maña, por manos de gachupines las censuras decretadas contra la augusta persona del señor Hidalgo. Basta, pues tales son las razones que me animan y entusiasman, hasta el grado de decir que moriré en la demanda clamando gustoso: ¡viva nuestra Religión amada! ¡que viva también la Virgen de Guadalupe, la indiana, y que muera el mal gobierno, el mal gobierno de España! Vuestro atento Capellán que sus respetos os mandan. El Bachiller "José Antonio de Gutiérrez y de Lara.” Dar todo lo que se tiene y darlo con toda el alma, como una oblación sincera en el altar de la patria, ¿no es éste un ejemplo hermoso? ¿no es esta una acción bien clara? de brillante patriotismo y de abnegación sin tasa.
El cura de Dolores
Diego Bencomo
I Cual las aguas del arroyo Que corren murmuradoras En la risueña campiña Formando apacibles ondas, Y en cuyas linfas retrata El cáliz de tiernas rosas, Que sobre su tallo erguida, Vierten suavísimo aroma; Así un respetable anciano, Pacífico y sin zozobras, Lleno de dicha y ventura, Correr las felices horas Contempla tranquilamente De su existencia preciosa. En el pueblo de Dolores Tan celebrado en la historia. Digno pastor de la Iglesia Su alta misión no abandona. Y en su corazón gigante Santa virtud atesora. Ajeno de acerba angustia Y de terribles congojas, Cumple fiel con los deberes De su carrera piadosa. Auxilio eficaz les presta A todos los que lo invocan, Ora enjugando benigno Las lágrimas del que llora, O bien llevando el consuelo Del infeliz a la choza, En cuyo pobre recinto La acerba desdicha mora… Ese patriarca es Hidalgo El cura de la parroquia De aquel pueblo, cuyos hijos Con entusiasmo le adoran. Sobre su frente se ostenta De las virtudes la aureola. Frente a ceñir destinada Del martirio la corona. II Así el venerable anciano De los sacerdotes honra, Pasaba su humilde vida En la comarca dichosa. Tan venerado y querido De todos los que allí moran, Que por su trato amoroso Padre del pueblo le nombran. El, al parecer gozaba De una vida venturosa. Sin que su frente la anuble De los pesares la sombra. Pero un torcedor constante, Que hasta durmiendo le acosa. Amargaba eternamente De su existencia las horas, Y era el mirar agobiados, Llenos de angustia y congojas, A sus hermanos queridos En esclavitud odiosa. Noble indignación sentía Ver la raza vencedora. Tan tirana como injusta, Tan cruel como ambiciosa, Haciendo pesar el yugo De la opresión española, Sobre la raza vencida Que esclava ante el mundo llora. III El patriarca de Dolores, De alma noble y generosa, Que amor y bondad sublimes Su corazón atesora, Concibe gigante idea, Cuya magnitud le asombra: Piensa en romper la coyunda De la tiranía odiosa, Piensa salvar a su pueblo De la férula española, Pueblo que ha tres siglos vive Maniatado a la picota. Su afán es salvar la patria De la abyección ominosa En que la tiene sumida La raza conquistadora. IV Era el quince de Septiembre Una noche misteriosa Sobre el pueblo de Dolores Extendió sus negras sombras, Envolviendo con su manto Las cabañas y las chozas, En donde tranquilamente, Sus habitantes reposan. La atmósfera está sin nubes, Mil estrellas brilladoras, Cual luciérnagas celestes El limpio espacio tachonan... Son las doce de la noche, Noche imborrable en la historia; Las campanas de la iglesia Pausadamente redoblan. Llamando a los feligreses Que a la oración los convoca, Para que en aquel momento Concurran a la parroquia, Y antes que el alba riente Con su luz esplendorosa A disipar empezara Del cielo las negras sombras, Estaban allí reunidos. Con una voz poderosa El cura Hidalgo les dice: —Hijos míos, llegó la hora, Merced a nuestros esfuerzos, Si Dios no nos abandona, De que termine esta vida Que lleváis ignominiosa. Llegó el momento sublime De que se acabe ya toda Tiranía sobre el pueblo Que el yugo ya no soporta; Y de que al grito solemne De independencia se rompan Esas bárbaras cadenas De la esclavitud odiosa. Y que México mañana, Al ver sus cadenas rotas, Alce la frente altanera Que hoy sin esperanza dobla. Para que luego arrojando Los grillos que la aprisionan, Salude a los pueblos libres Que el despotismo vil odian. Y los que ayer eran solo Vasallos de la corona, Que gemían bajo el yugo de la opresión española. A las palabras del cura, Magnética, poderosas, De abyectos y humildes siervos En guerreros se transforman… Fue así como Hidalgo al frente de su improvisada tropa, Inició la independencia Para gloria de su gloria. El diez y seis de Septiembre Sonrieron dos auroras: Una fue del nuevo día, De la libertad la otra. V Después de que el gran Hidalgo Hizo alzarse presurosas, Al grito de independencia Doquier insurgentes tropas, Después de haber difundido En las poblaciones todas Su noble y gigante idea, Noble y regeneradora; Después de haber arrostrado Entre bosques y entre rocas, Los peligros inminentes De la guerra aterradora. Sin más baluarte ni escudo Que su abnegación grandiosa, Más fuerte que los cañones De las huestes españolas; Después, en fin, de diez meses De iniciada su gran obra, Obra sublime que tuvo A la justicia por norma, Plugo a la adversa fortuna, Que hasta a los grandes acosa, Cayese entre los esbirros De la nación opresora. Presa de aquellos sayones Que aniquilarlo ambicionan, A Chihuahua le conducen Al son de marciales trompas. En situación tan difícil Su altiva frente no dobla. Frente a ceñir destinada Del martirio la corona. Y allí sus tiranos crueles Por infamarlo en la historia, Le fusilaron, creyendo Darle muerte ignominiosa. Mas de la sangre fecunda Del eminente patriota, Nació el árbol bendecido De la libertad hermosa… Voló su espíritu al cielo Donde los mártires moran, Y alzóse al pie del cadalso El pedestal de su gloria.
Retrato de Guerrero
Ezequiel A. Chávez
Color de nocturno cielo Es el traje del caudillo, Y, como al borde de un velo, Está allí, con tenue brillo, Dorado alamar sencillo. Alto es el héroe y delgado; Con el rostro bronceado; Cóncavo el pecho saliente; Al cinto espada luciente, Y el puño en ella posado. Oscuro tiene el cabello; Limpia la frente tostada; Y un ardoroso destello En la profunda mirada, Que anida en el ojo bello. Su nariz es vigorosa, Y es rojo su labio amante; Y la patilla sedosa Borda su oscuro semblante Con orilla tenebrosa. Es altiva su figura; Hay en su labio dulzura; Hay firmeza en su mirada; Y la independencia pura En su miente venerada. Así es Guerrero, el valiente Que nunca cejó en la guerra; Que en roca y valle esplendente. Y en la miseria inclemente Siempre defendió su tierra.
Vicente Guerrero
José Peón y Contreras
Era el tiempo en que aún sufría Encadenado el Anáhuac, El férreo yugo ominoso De los tiramos de España. El tiempo en que despertando Tras un pasado de infamia, Un pueblo noble, hasta el cielo La frente altiva levanta. El tiempo de los Hidalgos, De los Morelos y Aldamas, Y el tiempo de los heroicos Sacrificios por la patria. Cuando al romperse el anillo Que a tres centurias ligaba, Un León repasar intenta Las costas americanas Porque le falta el aliento, Porque las fuerzas le faltan, Porque sacude en los aires La melena ensangrentada, Y a un pueblo que está sediento, Y sediento de venganza, Conoce bien que a saciarlo ¡Su sangre toda no basta! Lucha tenaz el Ibero Y en nombre de sus monarcas. De México los Virreyes El solio vetusto guardan; Y en su obstinación impía, Y en su furibunda saña, La noble sangre de Hidalgo ¡En un cadalso derraman! El victorioso Morelos Allí mismo se levanta, Y por los campos tremola La bandera de la patria; Es el guardián de una idea Que a paso gigante avanza; Es el terror de la guerra, El genio de las batallas… Y él también con cien laureles Coronado en cien jornadas, En un patíbulo cae Acribillado de balas. Valiente, aguerrido, fiero, Sin municiones, sin armas, Con su voluntad inmensa, Más grande que su esperanza, Un hombre aparece entonces En el confín de la patria; Como al náufrago aparece El faro tras la borrasca; Como en medio de los campos Al caminante que anda Perdido en lóbrega noche, La aurora serena y clara. Era Vicente Guerrero Que en boscosas sierras altas Defiende de un pueblo él sólo Las libertades sagradas. A su formidable acento Por doquiera se levantan, Intrépidos capitanes Que a la pelea se lanzan. Acaso sin él, acaso La noble empresa fracasa, Y quién sabe cuánto tiempo Sobre el nopal del Anáhuac, El águila azteca hubiera Batido, rotas las alas. ¡Loor a ti, sombra gloriosa! Que mi humilde labio ensalza, Digna de que otro más digno ¡Pronuncie tus alabanzas!
El abrazo de Acatempan
Gustavo Baz
Despejado el horizonte Desde el valle hasta la sierra Y de caléndulas rojas Revestida la pradera. Van los mansos arroyuelos Quebrándose entre las peñas, Y cantan enamorados Los pájaros de la selva. Todo anuncia que renace Otra vez naturaleza, Bajo el bienhechor influjo De la dulce primavera. Aspirando los perfumes De los bosques y florestas, Y alumbradas por los rayos De una mañana serena, Vénse dos huestes distintas En apostura guerrera, Y cuyas armas desnudas Los rayos del sol reflejan. Un alegre vocerío Acá y acullá se eleva, Mientras repican sonoras Las campanas de una iglesia; Y los nombres de Guerrero Y de Iturbide resuenan Entre los grupos unidos A la voz de independencia; pero luego entre las filas Silencio imponente reina, Mientras para hablar a solas los dos caudillos se acercan. Tiene el uno alta la frente, Quemada la tez morena, Y su condición humilde En su traje se revela. Entorchados y galones Y cruces el otro ostenta; Insinuante es su palabra, Distinguidas sus maneras, Y antes de darle la mano Así hablándole comienza: “- Si en época ya pasada Para la patria, funesta, Empuñé torpe y culpable Del tirano la bandera, Y fue mi invencible espada De los verdugos defensa, Para arrancar de mi historia Esas páginas sangrientas, Y borrar como soldado De mi frente la vergüenza, Permitid que a vuestras plantas Mi vida a la patria ofrezca. Hoy que sigo los impulsos De la voz de mi conciencia. - Coronel, le dice el héroe, Con voz, si apacible, entera: Si otro tiempo vuestra espada Fue a nuestra causa, funesta, Y vuestro arrojo indomable Semejante al de las fieras, Llenó a la patria de luto Y remachó sus cadenas. Hoy, en pago de la sangre Que derramó vuestra diestra, De libertar a la patria Haced la noble promesa Sobre mi pecho, en mis brazos, Que anhelantes os esperan, Y me veréis que siguiendo Vuestra triunfadora enseña, Como el último soldado Busco la muerte en la guerra, Que no mando ni oropeles, Mi pecho indomable anhela, Si no morir do se luche Por la santa independencia." Al escuchar sus palabras Vivo ejemplo de nobleza, Los libres y los realistas, Olvidando sus querellas Y sus pasados rencores Con santa efusión se estrechan. aquellos héroes audaces, Tras una lucha sangrienta, Lograron romper por siempre De esclavitud las cadenas: Pero en su patria más tarde Un cadalso en recompensa De sus servicios hallaron Al final de su carrera.
La enseña de los insurgentes
Rafael Nájera
Clara, tibia, deliciosa se presenta la mañana; el horizonte encendido con resplandores de gualda, y el cielo azul, festonado con orlas de nubes blancas, como flotantes crespones que fingen formas extrañas. De los álamos frondosos se desprenden en parvadas cardenales y gorriones, pitirrojos y calandrias, que dando trinos al viento dan regocijo a las almas. El zumbar de las abejas que sin descanso trabajan, se mezcla con el chirrido pertinaz de la cigarra, y el melancólico canto de la amorosa torcaza; cuelgan de los naranjales como racimos de nácar azahares aromosos, y se mecen las naranjas. que pomas de oro parecen entre frondas de esmeralda; y se perfuma el ambiente, y los sentidlos se embargan con el olor del tomillo, del ajenjo y la retama. Dando vuelta a una ladera, de un cerro cabe la falda, que campanillas azules y rojas flores esmaltan, se descubre pueblo humilde nado de agrestes casas, con sus paredes de adobe ligeramente blanqueadas, sus cercas de palopique y sus techados de palma; y la iglesia, si pequeña, graciosa y bien decorada, con cimborrio de azulejos, y torre esbelta y gallarda. Es Atotonilco el Grande que se encuentra esa mañana de fiesta, según parece, porque se hallan en la plaza sus honrados moradores unidos y en algazara, con cohetes prevenidos; y en la torre, de atalaya, varios mozos, en acecho observando lo que pasa. De repente a las esquilas muchas manos esforzadas se aprestan, y los repiques de bulliciosas campanas, los cohetes y los gritos de la multitud compacta, anuncian que algo muy grato en Atotonilco pasa. Es que el cura de Dolores, en jefe de la cruzada, llega al Pueblo, con su pueblo que crece como avalancha. Las mujeres a las puertas se asoman regocijadas, a los lugares más altos los muchachos se encaraman, surcan el aire cohetes, el detonar de las cámaras y los alegres repiques de las alegres campanas. Sobre alta y robusta mula modestamente enjaezada sin arneses militares ni distinciones jerárquicas, el padre HIDALGO va al frente de muchedumbre entusiasta, radiante de regocijo, si bien desprovista de armas. Son contados los fusiles, las pistolas muy escasas, algún mosquetón mohoso, alguna escopeta usada, y como recuerdo histórico una que otra bocamarta. Los chuzos de los serenos, machetes, cuchillos, dagas, hondas y sacos de piedras, palos, tarecuas y lanzas; muchos sin más armadura que su camisa de manta, ni otras armas que sus manos y el santo amor a la Patria. Hombres, mujeres y niños con el alma emocionada, van en busca de la muerte en defensa de su causa… A la derecha de HIDALGO con apostura bizarra, sobre un alazán soberbio de bella y marcial estampa, con militares insignias Don Ignacio Allende marcha; y a la izquierda, en un retinto andaluz, de pura raza, con uniforme vistoso se ostenta Don Juan Aldama. Luego que entran en el Pueblo el entusiasmo se exalta, atruenan el aire vivas jubilosos y entusiastas, y corren por las mejillas de regocijo las lágrimas. HIDALGO y sus compañeros de los caballos se bajan, y a la iglesia se encaminan a elevar a Dios sus almas. Después que concluye Hidalgo la fervorosa plegaria invocando de los cielos el triunfo para sus armas; saca de su viejo marco la hermosa Guadalupana, que era del creyente pueblo la joya más estimada; con entusiasmo creciente la coloca en una lanza, y cual paladín glorioso sale con ella a la plaza. "Hijos, les dice a las gentes atentas a sus palabras: "la gloria excelsa del triunfo "nos cubrirá con sus alas; "vamos a romper los grillos "que aprisionan a la patria, "a libertarnos del yugo "con que nos doblega España, "a vivir sin amo impío "que como a bestias nos trata; "y a conquistar los derechos "que, siendo nuestros, nos faltan." "Esta es la enseña gloriosa "que nuestras vidas ampara, "ella nuestra única reina, 'ella nuestra soberana, "la que del pueblo que sufre "ha de remediar las ansias "y con sublimes victorias "coronará las batallas." "Sea nuestro grito de guerra: "y que muera el mal gobierno, "que con rigor nos maltrata…” "¡Viva la Guadalupana! ¡Viva! prorrumpen mil voces de entusiasmo electrizadas; y el pueblo de Atotonilco se agrega a la caravana. Sube HIDALGO a su montura, sube Allende y sube Aldama, y salen regocijados entre vivas y algazara, llevando a la Virgen India como enseña sacrosanta, llenos de valor los pechos, llenas de fuego las almas; y en busca de la victoria se dirigen a Celaya.
El Castillo de Granaditas
José Rosas Moreno
Trémula, inquieta, azorada, Como ave que espanta el trueno, La opulenta Guanajuato Despertaba de su sueño: Todo era alarma y rumores, Y confuso movimiento; Repicaban las campanas, Sonaba el clarín guerrero; Por todas partes corrían Los soldados europeos, Y eran las angostas calles Bulliciosos campamentos. En las torres elevadas De los magníficos templos, Las banderas españolas Se agitaban con el viento; Y a poca distancia, altivo Como si fuera un recuerdo De las épocas feudales; A la luz de un sol espléndido. El fuerte de Granaditas, Dominador y altanero, Viendo estrellarse en sus muros Las tempestades del tiempo, De anchas trincheras ceñido Y de soldados cubierto; Guarnecido de cañones Y coronado de hierro, Sobre un pedestal de rocas, Inexpugnable y soberbio, Se alzaba, como un coloso, Su frente elevando al cielo. Ya el ejército de Hidalgo, El horizonte cubriendo, Imponente por su audacia Y por su número inmenso; Irresistible y ruidoso; Descendía por los cerros, Como un caudaloso río Que se despeña violento. Cantos de guerra y de muerte, Entre un pavoroso estruendo, Por donde quier resonaban, Repetidos por los ecos. Tronó el cañón; anchas nubes De un humo pálido y denso Por la atmósfera cruzaron; Los montes se conmovieron Al ver el fuego rojizo, Cual relámpago sangriento, Y al escuchar de las balas El raudo silbar horrendo. Los valientes sitiadores Un punto se estremecieron, Como las ramas, que azota El huracán en su vuelo; Y cual herido leopardo, Que mira a sus hijos muertos Se lanzaron al castillo, Con más ardiente denuedo. Poderoso respondía, En medio al marcial estrépito, A la voz de ¡Viva España! El grito de ¡Viva México! Creció el espanto, y horrible Nuncio de muerte funesto, Del cañón el estallido Volvió a escucharse de nuevo Luchaban los insurgentes, Sin desmayar un momento; Seis veces se aproximaron Y seis rechazados fueron. Hidalgo entonces, terrible, Gritó con sonoro acento: "Pipila, ven; necesita La patria de tus esfuerzos." A su voz, lleno de harapos, Alzóse un hombre del pueblo; De gigantesca estatura, De altivo y feroz aspecto. Tomó en sus nervudos brazos Una ancha piedra, y ligero Apoyándola en su espalda, Cruzó la calle sereno. Tomó una encendida tea, Y sublime como el genio De la muerte y la venganza, Siguió avanzando resuelto: En derredor escuchaba Espantosos juramentos, Imprecaciones, blasfemias Y gemidos lastimeros. Las balas silbar oía: Y rozaba sus cabellos El humo de las granadas. Como un huracán ardiendo. Con el choque repetido De proyectiles certeros, Su escudo tosco y extraño Voló al fin, pedazos hecho. Llegó a la puerta, detúvose, Y la antorcha sacudiendo, La aproximó a la madera. Las llamas en el momento, Cual serpientes retorcidas Se derramaron crujiendo: Reinaba en aquel instante Un angustioso silencio. Animado entonces Pípila, Un grito lanzó tremendo; Y el peligro despreciando, Entró al castillo él primero. En el pórtico, agitándose De enojo y de rabia ciego, Destrozado por las armas De los contrarios guerreros, Su pie apoyado en cadáveres, Desnudo el valiente pecho, Roto y quemado el vestido, Los brazos de heridas llenos, El corazón palpitante, Los ojos lanzando fuego, Los cabellos esparcidos Agitados por el viento; Con la tea en una mano Y en la otra el agudo acero, Sublime en su patriotismo, Terrible en su odio y siniestro. Reflejándose las llamas Sobre su rostro sangriento, Luchaba como un gigante Entre el horror del incendio.
Leona Vicario
Guillermo Prieto
I. Suele en pavorosa noche Soplar repentino el viento, Y rompiendo de las nubes, Retronando, el negro velo, Dejar absorta la vista Reverberantes luceros, En una esfera infinita De claridad y sosiego Suele torrente impetuoso, Al emprender rumbo sesgo, Derramar olas hirvientes En escabroso descenso Que recorren, y dormidas Retratan el limpio cielo. Suele en el espeso bosque De precipicios cubierto, Al acaso abrirse un claro De do percibe el viajero Claras fuentes, dulce sombra, Cabañas y refrigerio. Así en medio a los horrores Que narro, aparece un cuento, Que comunica a la historia Los hechizos del ensueño. II Era la joven Vicario, Y era su nombre opulento, Prodigio de entendimiento, Y de virtud relicario. Ardiente se enamoró De un hombre que en nuestra historia Es honor, y luz, y gloria; Su nombre, Quintana Roo. Quintana era cual conciencia Del ejército insurgente, Y era su pluma elocuente Alma de la Independencia. La joven, que al héroe amaba. Entusiasta confundía El amor que la encendía Con la causa que abrazaba. Y así, henchida de pasión, Arrebatada, vehemente, Se hizo brazo y confidente De don Ignacio Rayón. Es delatada, se oculta La aprehenden, y en el momento, De Belem en el convento Sin piedad se la sepulta. Feliz de sufrir, contenta, A Virrey dijo verdades. Y censuró sus crueldades Con amargura sangrienta. Iracundo está el poder, Y redobla su violencia Verse puesto en evidencia Por una débil mujer. III Era la noche; tres bultos. Salen de la sombra incierta, Y del convento la puerta Fuerzan, penetrando ocultos. En un alazán ardiente, Por la noche protegida, Es la joven conducida A poder de su insurgente. Donde delante de Dios Y frente al divino altar, Se juraron siempre amar. Sirviendo al pueblo los dos. Y la historia en la ciudad Fue mirada, con razón, De los tiranos baldón, Y honra de la libertad.
Ante el altar de los caudillos de la Independencia
Manuel Brioso y Candiani
México, al recordar la ardiente guerra a que debió su sacra autonomía, convoca a las naciones de la tierra a convivir con ella en armonía. Ya no es el español el hombre odiado que provocara cólera o rencores; es el colono, por la ley llamado, para entregarse en paz a sus labores. ¿Qué mejor oblación en los altares de Hidalgo, de Morelos y Guerrero, que ofrecer nuestra mano y nuestros lares, transformando en nativo al extranjero? La sangre por doquier derramada de aquella lucha, en los heroicos hechos, de su fruto en la tierra liberada: por eso surgen ya nuevos derechos. México en otro tiempo campo rojo, sin ley augusta y sin precisa norma, que incitaba al pillaje y al despojo, en el pueblo laborioso se transforma. Abre los brazos al obrero honrado y de la servidumbre lo redime para que viva siempre emancipado de la miseria amarga que lo oprime. Al que la tierra con afán cultiva, lo alienta para ser un propietario, y su esperanza y su trabajo aviva, liberándolo de todo victimario. Si antes nos agobió el encomendero con su avaricia y su crueldad odiosa, ya no hay trabas que opriman al obrero, ni al campesino en la heredad fructosa. Escuelas, bibliotecas y talleres impulsan ya al estudio o la tarea a ignaras más no inútiles mujeres, y al indio analfabeto de la aldea. Tales son los presentes redentores Traídos de la Patria a los altares son los frutos más sanos, los mejores de las grandes contiendas seculares. ¡Que venga hacia este suelo el que confíe en la rica cosecha del mañana, que ya una nueva aurora nos sonríe en esta fértil tierra mexicana!
La suave patria
Ramón López Velarde
PROEMIO Yo que sólo canté de la exquisita partitura del íntimo decoro, alzo hoy la voz a la mitad del foro a la manera del tenor que imita la gutural modulación del bajo para cortar a la epopeya un gajo. Navegaré por las olas civiles con remos que no pesan, porque van como los brazos del correo chuan que remaba la Mancha con fusiles. Diré con una épica sordina: la Patria es impecable y diamantina. Suave Patria: permite que te envuelva en la más honda música de selva con que me modelaste por entero al golpe cadencioso de las hachas, entre risas y gritos de muchachas y pájaros de oficio carpintero. PRIMER ACTO Patria: tu superficie es el maíz, tus minas el palacio del Rey de Oros, y tu cielo, las garzas en desliz y el relámpago verde de los loros. El Niño Dios te escrituró un establo y los veneros del petróleo el diablo. Sobre tu Capital, cada hora vuela ojerosa y pintada, en carretela; y en tu provincia, del reloj en vela que rondan los palomos colipavos, las campanadas caen como centavos. Patria: tu mutilado territorio se viste de percal y de abalorio. Suave Patria: tu casa todavía es tan grande, que el tren va por la vía como aguinaldo de juguetería. Y en el barullo de las estaciones, con tu mirada de mestiza, pones la inmensidad sobre los corazones. ¿Quién, en la noche que asusta a la rana, no miró, antes de saber del vicio, del brazo de su novia, la galana pólvora de los juegos de artificio? Suave Patria: en tu tórrido festín luces policromías de delfín, y con tu pelo rubio se desposa el alma, equilibrista chuparrosa, y a tus dos trenzas de tabaco sabe ofrendar aguamiel toda mi briosa raza de bailadores de jarabe. Tu barro suena a plata, y en tu puño su sonora miseria es alcancía; y por las madrugadas del terruño, en calles como espejos se vacía el santo olor de la panadería. Cuando nacemos, nos regalas notas, después, un paraíso de compotas, y luego te regalas toda entera suave Patria, alacena y pajarera. Al triste y al feliz dices que sí, que en tu lengua de amor prueben de ti la picadura del ajonjolí. ¡Y tu cielo nupcial, que cuando truena de deleites frenéticos nos llena! Trueno de nuestras nubes, que nos baña de locura, enloquece a la montaña, requiebra a la mujer, sana al lunático, incorpora a los muertos, pide el Viático, y al fin derrumba las madererías de Dios, sobre las tierras labrantías. Trueno del temporal: oigo en tus quejas crujir los esqueletos en parejas, oigo lo que se fue, lo que aún no toco y la hora actual con su vientre de coco. Y oigo en el brinco de tu ida y venida, oh trueno, la ruleta de mi vida. INTERMEDIO (Cuauhtémoc) Joven abuelo: escúchame loarte, único héroe a la altura del arte. Anacrónicamente, absurdamente, a tu nopal inclínase el rosal; al idioma del blanco, tú lo imantas y es surtidor de católica fuente que de responsos llena el victorial zócalo de cenizas de tus plantas. No como a César el rubor patricio te cubre el rostro en medio del suplicio; tu cabeza desnuda se nos queda, hemisféricamente de moneda. Moneda espiritual en que se fragua todo lo que sufriste: la piragua prisionera , al azoro de tus crías, el sollozar de tus mitologías, la Malinche, los ídolos a nado, y por encima, haberte desatado del pecho curvo de la emperatriz como del pecho de una codorniz. SEGUNDO ACTO Suave Patria: tú vales por el río de las virtudes de tu mujerío. Tus hijas atraviesan como hadas, o destilando un invisible alcohol, vestidas con las redes de tu sol, cruzan como botellas alambradas. Suave Patria: te amo no cual mito, sino por tu verdad de pan bendito; como a niña que asoma por la reja con la blusa corrida hasta la oreja y la falda bajada hasta el huesito. Inaccesible al deshonor, floreces; creeré en ti, mientras una mejicana en su tápalo lleve los dobleces de la tienda, a las seis de la mañana, y al estrenar su lujo, quede lleno el país, del aroma del estreno. Como la sota moza, Patria mía, en piso de metal, vives al día, de milagros, como la lotería. Tu imagen, el Palacio Nacional, con tu misma grandeza y con tu igual estatura de niño y de dedal. Te dará, frente al hambre y al obús, un higo San Felipe de Jesús. Suave Patria, vendedora de chía: quiero raptarte en la cuaresma opaca, sobre un garañón, y con matraca, y entre los tiros de la policía. Tus entrañas no niegan un asilo para el ave que el párvulo sepulta en una caja de carretes de hilo, y nuestra juventud, llorando, oculta dentro de ti el cadáver hecho poma de aves que hablan nuestro mismo idioma. Si me ahogo en tus julios, a mí baja desde el vergel de tu peinado denso frescura de rebozo y de tinaja, y si tirito, dejas que me arrope en tu respiración azul de incienso y en tus carnosos labios de rompope. Por tu balcón de palmas bendecidas el Domingo de Ramos, yo desfilo lleno de sombra, porque tú trepidas. Quieren morir tu ánima y tu estilo, cual muriéndose van las cantadoras que en las ferias, con el bravío pecho empitonando la camisa, han hecho la lujuria y el ritmo de las horas. Patria, te doy de tu dicha la clave: sé siempre igual, fiel a tu espejo diario; cincuenta veces es igual el AVE taladrada en el hilo del rosario, y es más feliz que tú, Patria suave. Sé igual y fiel; pupilas de abandono; sedienta voz, la trigarante faja en tus pechugas al vapor; y un trono a la intemperie, cual una sonaja: la carretera alegórica de paja.
Credo
Ricardo López Méndez
A la Patria, en el día de la Patria:
I México, creo en ti como en el vértice de un juramento. Tú hueles a tragedia, tierra mía, y sin embargo ríes demasiado, acaso porque sabes que la risa es la envoltura de un dolor callado. II México, creo en ti, sin que te represente en una forma porque te llevo dentro, sin que sepa lo que tú eres en mí; pero presiento que mucho te pareces a mi alma, que sé que existe, pero no la veo. III México, creo en ti, en el vuelo sutil de tus canciones que nacen porque sí, en la plegaria que yo aprendí para llamarte Patria: algo que es mío en mí como tu sombra, que se tiende con vida sobre el mapa. IV México, creo en ti, en forma tal que tienes de mi amada la promesa y el beso que son míos, sin que sepa por qué se me entregaron: no sé si por ser bueno o por ser malo, o porque del perdón nazca el milagro. V México, creo en ti sin preocuparme el oro de tu entraña: es bastante la vida de tu barro que refresca lo claro de las aguas, en el jarro que llora por los poros la opresión de la carne de tu raza. VI México, creo en ti, porque creyendo te me vuelves ansia y castidad y celo y esperanza. Si yo conozco el cielo, es por tu cielo, si conozco el dolor, es por tus lágrimas que están en mí aprendiendo a ser lloradas. VII México, creo en ti, en tus cosechas de milagrerías que sólo son deseo en las palabras. Te consagras de auroras que te cantan ¡y todo el bosque se te vuelve carne!, ¡y todo el hombre se te vuelve selva! VIII México, creo en ti, porque nací de ti, como la flama es compendio del fuego y de la brasa; porque me puse a meditar que existes en el sueño y materia que me forman y en el delirio de escalar montañas IX México, creo en ti, porque escribes tu nombre con la equis, que algo tiene de cruz y de calvario; porque el águila brava de tu escudo se divierte jugando a los volados con la vida y, a veces, con la muerte. X México, creo en ti, como creo en los clavos que te sangran, en las espinas que hay en tu corona, y en el mar que te aprieta la cintura para que tomes en la forma humana hechura de sirena en las espumas. XI México, creo en ti, porque si no creyera que eres mío el propio corazón me lo gritara, y te arrebataría con mis brazos a todo intento de volverte ajeno ¡sintiendo que a mí mismo me salvaba! XII México, creo en ti, porque eres el alto de mi marcha y el punto de partida de mi impulso. ¡Mi credo, Patria, tiene que ser tuyo, como la voz que salva y como el ancla...!
Hidalgo
Manuel Acuña
Sonaron las campanas de Dolores, voz de alarma que el cielo estremecía, y en medio de la noche surgió el día de augusta libertad con los fulgores. Temblaron de pavor los opresores e Hidalgo audaz al porvenir veía, y la patria, la patria que gemía, vio sus espinas convertirse en flores. ¡Benditos los recuerdos venerados de aquellos que cifraron sus desvelos en morir por sellar la independencia; aquellos que vencidos, no humillados, encontraron el paso hasta los cielos teniendo por camino su conciencia!
Tempestad y calma en honor a Morelos (fragmento)
Carlos Pellicer
I Imaginad: una espada en medio de un jardín. Eso es Morelos Imaginad: una pedrada sobre la alfombra de una triste fiesta. Eso es Morelos Imaginad: una llamarada en almacén logrado por avaricia y robo. Eso es Morelos Ya tengo las imágenes pero no las palabras. Pero hay aceros, y piedras, y llamas. Porque nada hay más hondamente hermoso para el humano oído, que la palabra. Si las palabras vinieran para decir: Morelos, vendrían ocultas en esos nubarrones de piedra que a unos cuantos kilómetros nos miran: La tempestad de rocas de Tepoztlán, vecina, el huracán de piedra de Tepoztlán, que avanza, esas gargantas que vociferan árboles, esos peldaños a pájaros y lluvias cuando pasa la noche de resonantes piedras y el sol sacude el sueño de la luz, allá arriba. Aún hay aceros. Y piedras. Y llamas. Ésta es la hora de las palabras terriblemente cristianas. Las que hieren, las que arden, las que aplastan. ¡Ah! ¡Si yo pudiera arrojar mi corazón y provocar una grieta en la montaña! ¡Hablar en piedra y escribir en llamas! La espada silenciosa que abrió el cerrado pecho: ni un corazón que surja: todo estaba desierto. La zumbadora piedra que el cuerpo ha derrumbado: era sólo una cáscara y polvo dentro de ella. El siempre fuego que a la ciudad ardió: halló sólo papeles, y el humo, no duró... Éstas son las palabras terriblemente buenas, palabras vivas, hechas de llamas sobre las piedras. Grité ¡Morelos!, hace quince años desde las rocas de Tepoztlán ¡Olor a Cuautla! y entre palmeras hechas laureles salté al abismo del heroísmo; grité ¡Morelos! Y vi la tierra abajo desde el verde al azul. Y unas botas sin ruido lo estremecieron todo Y sudaba una frente su pañuelo de luz. Grité ¡Morelos!, hace quince años en Acapulco. Y clamoroso mar me atropelló. Una raya de verde movida en cuatro azules espiral rumor blanco dentro de ella enrolló. Y un trueno hizo caer el roble de los vientos. Y oí en mí mismo cuando mi pecho gritó ¡Morelos! Y a un alto en mis arterías fue mi sangre a parar. Bajar del monte, querer el mar. Vivir con pocas palabras; pero en cada palabra tener una tempestad. Ah, si yo pudiera haberlas dicho acero, piedra, llama. Gritar Morelos y sentir la flama. Gritar Morelos y lanzar la piedra. Gritar Morelos y escalofriar la espada., Tú fuiste una espada de Cristo, que alguna vez, tal vez, tocó el demonio. Gloria a ti por la tierra repartida. Perdón a tu crueldad de mármol negro. Gloria a ti porque hablaste tu voz diciendo América. Perdón a tu flaqueza en el martirio. Gloria a ti al igualar indios, negros y blancos. Gloria a ti, mexicano y hombre continental. Gloria a ti que empobreciste a los ricos y te hiciste comer de los humildes, procurador de Cristo en el Magníficat. Gritar Morelos es escuchar la Gloria y sentir el perdón.
Bibliografía
- Acuña, Manuel. Poesías. Librería de Garnier Hermanos. 1890
- De Dios Peza, Juan. Monólogos y cantos a la patria y a sus héroes. Maucci Hermanos. 1900
- López Méndez, Ricardo. Credo. Imprenta Aldina. Edición del Autor, México D.F. 1941
- López Velarde, Ramón. Obras. FCE. 2012
- Pellicer, Carlos. Cuerdas percusiones y alientos. UJAT. 1978
- Sosa, Francisco. Et alt. Romancero de la guerra de independencia. Vol. 1. Imprenta V. Agüeros Editorial. 1910